lunes, 26 de diciembre de 2011

Resiliencia

Es Navidad, así que antes de colgar el post que toca para hoy ("Al descampado", un fragmento que habla muy por encima de un tema complejo que tal vez más adelante me atreva a profundizar: la mirada de los otros cuando se tiene o se ha tenido cáncer) saco a la luz una palabra difícil de pronunciar, pero enormemente productiva cuando se la usa en la vida cotidiana: RESILIENCIA. Se trata de la transformación positiva de la adversidad. Es un término que proviene del latin "resilio" y significa "saltar hacia arriba". Y como la literatura de autoayuda ha inundado los anaqueles de las librerías y la gente acude a ella con la certeza o el deseo de haber comprado "una buena pildora" para su mal, se pueden encontrar seguramente muchos libros sobre este tema, pero nada mejor para ejercitar la resiliencia que vivirla... experimentarla... sufrirla... y probar sus frutos. ¡Oh, sí, maravillosos frutos! 
La adversidad, vivida como una oportunidad de cambio, puede estar llena de momentos gozosos. A mí me pasó. Lo veo ahora, pasados unos meses, cuando rememoro lo vivido o releo los textos escritos en esos días duros. El cambio da  miedo pues lo desconocido causa zozobra. Pero qué bueno cuando una mata se mueve, pues además de hojas y ramas pueden caer frutos inesperados. Si se está atento, con las manos abiertas, con la mente serena y receptiva, las manos se llenarán de algo bueno.
La cena de Navidad de este año fue especial para mi, porque una de las grandes cosas que me trajo el cáncer de mama fue la capacidad de disfrutar a la plenitud el instante en el que vivo. Y bajo esa premisa, nunca nada fue tan dulce, tan suave, tan brillante, tan especial como el momento en el que estoy. Los ojos de mis hijos me brindan sus chispas. El abrazo de mi esposo se transforma en pilar. La voz de mi madre es un techo. La visita de mi hermana me causa conmoción. Y la familia toda, reunida en torno a una mesa, es disfrutada, querida, amada.
Uno de los frutos que en esta meneada de mata el árbol me donó fue que al comprobar mi propia vulnerabilidad y al atreverme a mostrarla sin tapujos, era aceptada, e incluso mecida o abrazada. Fue tan liberador vivir eso, no sólo de la mano de la familia, sino también a través de muchas otras personas. Así que en esta Navidad, brindo por la vulnerabilidad de todos los seres y por la libertad que ella otorga.





AL DESCAMPADO

Ayer teníamos la verbena  del colegio de los niños, así que todo el día estuvo supeditado a esa actividad. Mi humor decayó mucho en la tarde y sin ganas del bullicio, las caras de madres conocidas, el ajetreo de correr de los colchones inflables a los carritos de helado, me fui a mi labor. Con la cara ausente iba sirviendo de nana, y se me cruzó la directora del colegio con quien tengo una gran amistad. Ante su pregunta de cómo estás, le conté rápidamente lo que me estaba pasando, y ella, con lágrimas en los ojos que no pudo contener, repitió las palabras de fuerza y aliento que he recibido a borbotones esta semana y que ya, por efecto de repetición, me suenan un tanto huecas. Pero me recordó que una maestra del colegio había pasado por esto, la señaló, y ella estaba allí, tan cerca, que me tentó la idea de contarle y hacerle preguntas. Mi esposo había repetido que debía llamar a fulana y a fulana, quienes ya estaban curadas y que sería bueno que hablara, en fin, que me pareció que así cumplía rápidamente con esta “tarea”. Así que allí mismo me acerqué a ella, le conté todo en dos patadas, y comencé con mis preguntas. Ella se mostró abierta, sincera, y dispuesta a responder todo lo que le preguntaba. Mi gran miedo es que me hagan radioterapia (y en este momento era tal mi desinformación que no sé cuál es la diferencia entre quimio y radio) y se me caiga el pelo, como a ella se le había caído, y pasar por eso.

Hoy me doy cuenta de que hasta ayer, yo pensaba que mi cáncer no era cáncer… quiero decir, que los tumorcitos son tan pequeños y están en grado 1, así que es como si no tuviera nada. Que soy una súper mujer y esto será pan comido para mí, y que me van a quitar el seno y eso ya es un golpe bastante fuerte, así que aquí se acabará toda la historia.
Escuchándola a ella contarme lo duro que fueron los ocho meses de quimio, fui cayendo en cuenta del horrible animal peludo y alado que volaba sobre mí. A ella no le quitaron el seno, y sin embargo, tuvo que pasar por el largo proceso de quimio. Se le cayó todo el pelo (¡todo!). No había pensado que si se cae el pelo de la cabeza se cae el pelo del pubis también, (¿acaso sólo tenemos pelo en la cabeza?)  y el de las cejas, y a veces casi todas las pestañas. Me contó lo endemoniadamente fuerte del tratamiento. Lo mal que se sintió. Los cambios de carácter, las náuseas, los mareos, los vómitos…  De pronto ella se contuvo y acotó “no te quiero asustar, pero tampoco te voy a mentir”. Y yo, haciéndome la macha, continué unos minutos la conversa.
Con tanta información nueva en mi cabeza, rondando alucinadamente entre brincos y saltos de los niños, lo que quería era tirarme en la grama a llorar. Luego, en la verbena, la chica estaba bailando en la clase abierta de aeróbics, y esa imagen que podía llenarme de luz -porque finalmente es una chica viva que pasó por todo, y es ahora una chica feliz y plena  bailando frente a mí-, no me reconfortaba en lo absoluto. En su momento, cuando me enteré  por lo que ella estaba pasando, la miraba con lástima. Recuerdo cuando llevaba su peluca, y yo intentaba desviar mi mirada y pensaba con pena “pobrecita la profe de Daniel”. Y ahora tengo que buscar recursos y herramientas para que esa mirada de los otros posada en mí, -aún solo los otros más cercanos, lo íntimos a quienes les he contado la noticia- no me queme, ni me estorbe, ni me desaliente. La mirada de lástima que viene por instinto, la que se va sola cuando vemos a alguien sin un pie, sin un brazo, sin una parte del cuerpo, la mirada que se escapa y no tiene vergüenza porque el morbo puede más y qué pena honda la que siento… es una mirada que desconozco y me perturba, me asombra y me llena de incomodidad. 

lunes, 19 de diciembre de 2011

La muerte de Eva Ekvall

La noticia de la muerte de Eva Ekvall me dejó contra el piso. Para los que me leen fuera de la frontera y no la conocen, Eva fue Miss Venezuela en el 2000 y diez años más tarde, en febrero de 2010 le diagnosticaron un cáncer de mama.  Cuando la diagnosticaron, tenía 26 años, estaba recién casada y acababa de dar a luz a una preciosa bebé. Yo la conocí más que todo por su libro “Fuera de Foco” que leí unos meses después de enterarme de la noticia de mi cáncer. El libro, un compendio muy hermoso y crudo de fotos de Roberto Mata y el hermoso testimonio de Eva, familiares y amigos cercanos, me conmovió y me movió el piso aunque también me dio esperanza.  Pero a los pocos meses de su publicación, cuando parecía que todo para Eva había sido un mal sueño, el cáncer volvió y esta vez se instaló sin titubeos. Recuerdo que cuando me enteré de la noticia de su recaída veía el libro sobre mi estantería como si quemara…al tiempo que imploraba por su recuperación.
Hoy me doy cuenta, muy a mi pesar, de que no se puede cantar victoria ante esta enfermedad, al menos no antes de que hayan pasado cinco largos años. No puedes ser tampoco “un ejemplo para otras” porque cada caso es único y particular y cada tratamiento también y cada respuesta del cuerpo y de la mente igual. Es por eso que ayer, ante mi tristeza, mi agobio y mi falta de claridad, llegué a pensar en suspender este blog, porque está bien escribir sobre todo lo que sientes, pero ¿con qué sentido publicarlo?
Sin embargo, hoy, más lúcida, me doy cuenta de que en el fondo (en el fondo del fondo) me cuesta tanto “sacar a la luz” estos escritos, no por su contenido, sino por la idea infantil y supersticiosa de que  si lo nombras, se queda… si lo muestras, regresa… sin cantas victoria, perderás.
Por ello y recapitulando, escribo este blog llena de humildad. Muerta de susto también. Y espero, en cuatro años, haber "ganado la batalla" (aunque esta frase, muy usada para el cáncer, no se adapta a mi manera de ser, pero no encuentro otra). Por ahora, sólo brindo los pensamientos que vienen y van durante el proceso. No sé bien para qué sirvan, no sé bien por qué sacarlos a la luz, pero como mucho de lo que hago en la vida lo hago por intuición y por fe, ahí voy.
Así que brindo hoy el texto que tocaba: el de "Cobijo en el armario". Como todos los textos que voy colgando, éste fue escrito hace ya algunos meses, en un texto largo que llamé "El proceso".




COBIJO EN EL ARMARIO

Al día siguiente de recibir la noticia me levanté callada y me acuclillé en el armario, entre el espejo del fondo, las gavetas,  maletas, montículos de ropa y zapatos. Elegí ese lugar sin siquiera pensarlo. Me quedé allí minutos largos, y lloré silenciosamente, arropada por este vientre seguro que encontré, cobijada por mis cosas. Lloré mansamente, sin pensar, sin quejarme, sin autocompadecimientos. Dejé que fluyeran las lágrimas que calmaban mi sed y las mil preguntas que se agolpaban sin pausa. Ese llanto me dio serenidad y paz para los días siguientes.
Luego ha sido un ir y venir de médicos, y llegar cansada a enterrarme entre cobijas unos minutos. Nunca he podido acostarme de día, aunque esté enferma, o medianamente enferma. Pero esta vez un cansancio grande se apodera de mí y me acuesto bajo mis sábanas. Pienso que qué bien que hemos comprado este futón y que hemos convertido la cama en altar, con sus deliciosas almohadas de plumas y su rico edredón de algodón y plumas. No quiero hablar con nadie, ni que me pregunten, ni dar explicaciones. El teléfono con su teclado para escribir mensajes o correos electrónicos es lo único que soporto, y me acompaña cuando entra algún mensaje, o leo un correo, o escribo notas en él. Algunas llamadas se cuelan, y yo respondo sin ganas, cuento algo, pero me siento “intimada”. Entiendo la tristeza del que ha recibido la noticia, pero la historia es mía, soy yo la que estoy procesando esto y sé por propia experiencia que el asombro o la tristeza o la angustia por el otro están teñidas por el propio miedo de morir. Quiero decir que hay una parte verdaderamente empática que se pone en el lugar del otro, pero esto ocurre momentáneamente, pues en primer lugar está el susto y el asombro de la muerte como protagonista principal. La fragilidad de los otros que descubren la propia fragilidad. En fin, sigo con mis pensamientos a ciclos diferentes y velocidades infinitas bajo la manta. Pero me estoy ocupando de algo que serena mi alma desde el día de la noticia sin escritorio: sentir. Me dedico a sentir. La poesía acude a mí, ella tan fiel, tan pura, tan alimenticia. Y pronto comienzo a ver con esa visión desdoblada de finalidades, comienzo a  ver el estado puro de la cosa que hay en frente: una hoja, una enfermera, una puesta de sol, un niño. Todo se vuelve delicada y prístinamente poético, y pierdo poemas a borbotones, no importa, no voy a escribirlos porque se trata solo de sentir. He perdido un libro quizás, estos días, cuando al vuelo me sobrecogen estas visiones momentáneas de lo que veo más allá de la propia forma. Doy gracias a Dios por este poder, por este cable directo que tengo al mundo y la materia, y porque saberse atravesado por el fondo y no por la forma de la cosa es la mejor manera de rezar. Gracias infinitas por este don, que me permite sentir una rugosidad o un vapor o un hálito en vez de detenerme en la máscara de la forma (esté viva o no esa forma). 

lunes, 12 de diciembre de 2011

CARRERA DE OBSTÁCULOS


Nadie te prepara tampoco -y en eso las enfermeras pueden ser muy crueles a veces- para el examen de turno que toca hacer. Uno entra como un cordero, desnudo en su ridícula bata azul y rígida, y te pinchan, te sientan, te paran, te dicen "acuéstese ahí", "póngase estos algodones en los oídos". Nadie me explicó que no me moviera dentro del tubo donde me metieron boca abajo y con las manos hacia arriba, ni que duraría 30 minutos. El ruido espantoso, la mano que comenzó a dormirse, las tetas metidas en una especie de bandeja, yo boca abajo, primero pacientemente, y luego poco a poco con el brazo adormecido, cada vez más, al punto que me dolía, el cabello sobre la cara, y un gran calor por todo el cuerpo, las gotitas de sudor, y la mente, ¡ay la mente! Pudiera uno desprenderse de ella por momentos. Ella es voluntariosa y salvaje, así que en esa situación de minusvalía comenzó a acribillarme con un “ataque de pánico en ciernes". -No puedes salir de aquí, estás encerrada- ella grita. Me moví para ver si estaba viva, si la mano se despertaba, si el cabello se separaba del rostro. ¡Y qué calor inmenso recorriendo mi cuerpo, insoportable! Ya no aguanto, quiero salir. Tengo esta pera plástica en la mano para una emergencia. ¿Esto será una emergencia? Siento que voy a perder la razón muy pronto. ¿Es una emergencia? ¿Me atrevo a portarme mal y toco la pera –porque en el fondo yo sé que no es una emergencia-? ¿Es una emergencia real? Debe ser una emergencia porque creo que voy a enloquecer. ¡Que alguien me ayude, quiero ver un rostro! Entonces toco la pera y una voz metálica desde una corneta dice "espere un momento" y luego me regañan porque si me sigo moviendo tendrán que repetirlo todo otra vez y yo pienso que nadie me dijo que no podía moverme. La mujer me amenaza con un "si te sigues moviendo te sacamos porque hay otros pacientes que esperan para entrar y pierdes tu turno" y yo suplico que me quiten la cobija porque me muero de calor y pido que entre mi esposo. La cobija me la quitan, pero de mi esposo dicen "él no quiso entrar" (cosa que no es cierta). Yo trago grueso y lucho con mi mente y el cuerpo inmóvil, otros diez o quince minutos más. La pesadilla termina y salgo temblorosa y asustada de allí. Un cordero es la imagen justa a mi situación. Una señora sonriente espera su turno afuera, "otro cordero" pienso, y yo tengo ganas de decirle que no se mueva, "nadie te lo va a decir, pero no te muevas" le voy a susurrar al oído como quien va al paredón y conoce la fórmula para que la bala entre en el lugar equivocado... Pero no me atrevo porque vamos también como presas, ella desnuda y yo desnuda, con estas batas azarosas e incómodas. No me atrevo porque quizás a ella la mente no la va a traicionar y no se moverá... O yo la asuste con mi respiración agitada y mis ojos desorbitados. En todo caso estoy muy cansada para ayudar a nadie y debo solo vestirme para que me quiten la puya que tengo aún clavada en la vena y huir de allí. Huir. He pasado la segunda prueba en esta carrera de obstáculos.
Le siguen otra serie de exámenes, uno de ellos muy desagradable porque hay que tomar cantidad de un líquido asqueroso que llena todo el paladar con un sabor extraño, aparentemente sutil pero infinitamente penetrante. Toda la mañana hay que tragar este líquido, cada quince minutos, y aguantar las ganas de ir al baño. Luego entrar a la máquina a punto de estallar, los pantalones a mitad de la rodilla, el brazo a un lado para que lo pinchen, dos enfermeras haciendo preguntas de si duele o no, y sí duele, cuánto, no sé por qué duele endemoniadamente esta inyección en la vena, comienza el examen que gracias a Dios es más corto que el anterior. Termina , y yo me levanto temblorosa y corro desesperada al baño con los pantalones aún abajo.  En estas situaciones se pierde todo la vergüenza, no importa quién te vea.  Luego comienzo a temblar, y me visto con esta tembladera extraña y la mandíbula que no deja de chasquear. Me quitan la puya de la vena y salgo. Me siento libre, abrazada por los míos que me esperan en la puerta. Otro obstáculo superado.

jueves, 8 de diciembre de 2011

HISTORIA DE UNA HISTORIA



Finalmente me decido a compartir esto que he escrito hace unos meses. Lo haré en voz muy baja, susurrando en las paredes, para que .como en el cuento del pastor que tenía que guardar un secreto y no podía- la voz se riegue de junco en junco, de flauta en flauta, sin que yo misma me de cuenta.
Se trata de la historia de un cáncer de mama: el mío. Lo he compartido con muy pocos amigos, pero ahora tal vez sea momento de compartirlo con más. Yo misma, en su momento, busqué y rebusqué por internet historias que pudieran ayudarme a pasar por el trance de aceptarlo, ahogándome en la inmensa cantidad de información y leyendo con lágrimas en los ojos los pocos blogs de algunas mujeres que se atrevieron a contar su historia.
No sé hasta dónde llegue, pero "atodopecho" fue la única dirección lógica que conseguí para mi blog.
Comienzo desde el principio, y cuelgo la primera cosa que escribí, a los pocos días de enterarme.

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UN NUEVO ESCRITORIO
A cuatro días de la noticia, el peor momento es cuando despierto y una tristeza infinita me embarga. Es una tristeza espesa y al mismo tiempo se siente como un manto sobre todo mi cuerpo. Las emociones son varias, y se van mezclando y superponiendo durante el día.
La tarde en la que el doctor Pozo me dio la noticia, agradecí la nueva y extraña forma de su consultorio. El doctor se había mudado de piso hacía poco tiempo, trastocando el modo en el que suelen ser los espacios de consulta. Para sacar mejor provecho del lugar, eliminaron el escritorio típico (ese en el que el paciente se sienta frente a un escritorio y detrás se encuentra un doctor) colocando la mesa pegada a la pared. Así, esta nueva forma ofrecía dos sillas vacías al abrir la puerta y el doctor allí, sentado a un lado, como si se tratara del consultorio de un psicólogo o algo parecido. En la cita anterior a la de la terrible noticia, el doctor estaba enredado con el computador, y yo -que esta vez había acudido sola- me senté también algo confundida sin saber dónde colocar la cartera. Esa situación de "sentarse sin barreras" me pareció nueva y al principio incómoda, pero pronto pensé: "no, está bien esta nueva disposición. Ayudará a muchos pacientes a sentirse en confianza". Entonces tampoco me veía como "paciente", pues esa condición te coloca en minusvalía y la sola palabra ya te deja un hueco de poder, en la simple "espera" y sin derecho a pataleo.
A esta segunda visita a su nuevo consultorio llegué acompañada de mi esposo, así que ambas sillas fueron ocupadas, y la cartera tuvo que yacer en el suelo (cosa que no hago por superstición). "Bien, acostumbrémonos a esta nueva fórmula doctor-sin-barreras" me dije. Me acordé de los doctores en Estados Unidos que no te dan ni un abrazo, ni te tocan, ni te miran a los ojos y agradecí que en Venezuela las cosas no fueran así. El doctor Pozo es agradable, elegante y relativamente joven. Siempre me sentí tranquila y confiada con él. Tiene una voz cálida, pausada y segura cuando te explica las cosas. Sin embargo esta vez, con el resultado sobre sus rodillas, y con la misma voz cálida y segura, me dijo que no tenía un buen resultado en sus manos. Luego pasó a explicar en términos médicos y accesibles y yo intenté asimilar rápidamente todo aquel torrente de información cayendo en cascada. Recuerdo ese momento como si algo se hubiera detenido y yo pudiera ver un poco como sobrevolando la situación. Me dije "guau, Sonia, te tocó vivir algo grave". Mi marido comenzó a preguntar, pero lo vi más cuerdo y coherente que nunca, pues los médicos y las situaciones de enfermedad lo estresan mucho. Yo también hice preguntas que ahora no recuerdo, pero poco a poco esta situación de "no tener un escritorio frente al médico" me hizo sentir abierta, en confianza y debo decir que... entregada. Desde el primer momento me entregué al camino sin rumbo que me tocaba en la ruleta de la vida y escuché tan bien como pude toda la información que el doctor pacientemente me daba. Agradezco la calidez de su voz, las palabras de aliento, pero también de tierra cuando me dijo "esto es un proceso largo, y tienes que poner toda tu energía en esto. Será incómodo, duro y a veces difícil." Hizo un montón de órdenes médicas para practicar exámenes de rutina y volvimos a otra ronda de preguntas. La cosa que más me golpeó fue pensar que me tendrían que quitar el pezón, no solo la mama, pues había visto fotos de tetas reconstruídas sin el pezón y siempre me habían parecido como un rostro sin ojos: una cosa horrenda. Explicó que el pezón se reconstruye también en varias etapas y con otra parte del cuerpo, así que supongo que sí, me tocará estar sin ojos en el rostro del pecho al menos un tiempo. Finalmente me dije: "una cosa a la vez, no puedo con tanta información, ya va".
Me dio consejos útiles como que no escuche todo lo que dice la gente, pues para bien o para mal la gente comenzará a bombardearme con cuentos y eso puede resultar a veces agobiante, aunque sea para contar que a fulana todo le salió bien. También me desaconsejó hurgar en internet, donde hay toneladas de información sin procesar y podría asustarme o confundirme y nunca tranquilizarme. Nos despedimos sin escritorio de por medio, y esta imagen de una habitación sin barreras fue buena y humana para mi recuerdo. Finalmente nos quedamos en la vida con las porciones de pasado que queremos, y esta nueva etapa que me tocaba tendría en su puerta lo que se sintió como "una cálida conversación entre amigos" y no como "un doctor que te da una mala noticia". Qué extraño, pero la mala noticia estuvo desde un principio y debo decir que me cayó como un balde de agua fría -he dicho a algunos amigos que "me caí de un plátano"- pero llena de esperanza y de calidez y de fe a la vez. La imagen de mi esposo sereno haciendo preguntas, y la mía un poco más perdida pero también serena, la cartera abandonada en el suelo y el doctor explicando con tanto cariño y paciencia todo, me plantó de una vez en una situación "almática", como si de pronto la mente hubiera dejado de existir.
Bien... ¡Sintamos! Se trata de sentir, pues... Aquí voy, me entrego a esto. Haré mi tarea lo mejor posible, es la parte práctica donde debo concentrarme bien -y me enseñaron desde pequeña a ser una alumna cumplida, recta y en el fondo sumisa, una alumna que quiere hacer bien su tarea y punto-, pero nadie te prepara para enfrentar todo tipo de tareas. Yo me he jactado siempre de ser " una persona completamente sana". Tengo la cicatriz en mi vientre por el nacimiento de mis hijos. Bajo las axilas no hay rastro de la única operación de mi vida que fue para "ponerme pecho" y acomodar de un solo tajo la autoestima con un método quirúrgico, hace casi catorce años cuando cansada del rumbo de mi vida y sobre todo "despechada" después de un desplante amoroso, le puse nombre a mi deseo y planté dos hermosas tetas que quedaron estupendamente naturales. De resto, escribo siempre en los interrogatorios médicos: "no soy alérgica" y debo tachar o colocar "no" en todas las filas de preguntas que siguen. Pero nadie me preparó para responder a los cinco o seis cuestionarios que me ha tocado responder a diario estos tres días. ¡Qué extraño!. Mi mano tembló cuando escribí por primera vez "cáncer de mama" y me sentí completamente avergonzada, porque no pasaba la prueba. "Cáncer de mama",- ¡caramba! Te estás portando mal pequeña…- me dijo una voz interior.