Es Navidad, así que antes de colgar el post que toca para hoy ("Al descampado", un fragmento que habla muy por encima de un tema complejo que tal vez más adelante me atreva a profundizar: la mirada de los otros cuando se tiene o se ha tenido cáncer) saco a la luz una palabra difícil de pronunciar, pero enormemente productiva cuando se la usa en la vida cotidiana: RESILIENCIA. Se trata de la transformación positiva de la adversidad. Es un término que proviene del latin "resilio" y significa "saltar hacia arriba". Y como la literatura de autoayuda ha inundado los anaqueles de las librerías y la gente acude a ella con la certeza o el deseo de haber comprado "una buena pildora" para su mal, se pueden encontrar seguramente muchos libros sobre este tema, pero nada mejor para ejercitar la resiliencia que vivirla... experimentarla... sufrirla... y probar sus frutos. ¡Oh, sí, maravillosos frutos!
La adversidad, vivida como una oportunidad de cambio, puede estar llena de momentos gozosos. A mí me pasó. Lo veo ahora, pasados unos meses, cuando rememoro lo vivido o releo los textos escritos en esos días duros. El cambio da miedo pues lo desconocido causa zozobra. Pero qué bueno cuando una mata se mueve, pues además de hojas y ramas pueden caer frutos inesperados. Si se está atento, con las manos abiertas, con la mente serena y receptiva, las manos se llenarán de algo bueno.
La cena de Navidad de este año fue especial para mi, porque una de las grandes cosas que me trajo el cáncer de mama fue la capacidad de disfrutar a la plenitud el instante en el que vivo. Y bajo esa premisa, nunca nada fue tan dulce, tan suave, tan brillante, tan especial como el momento en el que estoy. Los ojos de mis hijos me brindan sus chispas. El abrazo de mi esposo se transforma en pilar. La voz de mi madre es un techo. La visita de mi hermana me causa conmoción. Y la familia toda, reunida en torno a una mesa, es disfrutada, querida, amada.
Uno de los frutos que en esta meneada de mata el árbol me donó fue que al comprobar mi propia vulnerabilidad y al atreverme a mostrarla sin tapujos, era aceptada, e incluso mecida o abrazada. Fue tan liberador vivir eso, no sólo de la mano de la familia, sino también a través de muchas otras personas. Así que en esta Navidad, brindo por la vulnerabilidad de todos los seres y por la libertad que ella otorga.
AL DESCAMPADO
Ayer teníamos la verbena del colegio de los niños, así que todo el día
estuvo supeditado a esa actividad. Mi humor decayó mucho en la tarde y sin
ganas del bullicio, las caras de madres conocidas, el ajetreo de correr de los
colchones inflables a los carritos de helado, me fui a mi labor. Con la cara
ausente iba sirviendo de nana, y se me cruzó la directora del colegio con quien
tengo una gran amistad. Ante su pregunta de cómo estás, le conté rápidamente lo
que me estaba pasando, y ella, con lágrimas en los ojos que no pudo contener,
repitió las palabras de fuerza y aliento que he recibido a borbotones esta
semana y que ya, por efecto de repetición, me suenan un tanto huecas. Pero me
recordó que una maestra del colegio había pasado por esto, la señaló, y ella
estaba allí, tan cerca, que me tentó la idea de contarle y hacerle preguntas.
Mi esposo había repetido que debía llamar a fulana y a fulana, quienes ya
estaban curadas y que sería bueno que hablara, en fin, que me pareció que así
cumplía rápidamente con esta “tarea”. Así que allí mismo me acerqué a ella, le conté todo en dos
patadas, y comencé con mis preguntas. Ella se mostró abierta, sincera, y
dispuesta a responder todo lo que le preguntaba. Mi gran miedo es que me hagan
radioterapia (y en este momento era tal mi desinformación que no sé cuál es la
diferencia entre quimio y radio) y se me caiga el pelo, como a ella se le había
caído, y pasar por eso.
Hoy me doy cuenta de que hasta ayer, yo pensaba que mi
cáncer no era cáncer… quiero decir, que los tumorcitos son tan pequeños y están
en grado 1, así que es como si no tuviera nada. Que soy una súper mujer y esto
será pan comido para mí, y que me van a quitar el seno y eso ya es un golpe
bastante fuerte, así que aquí se acabará toda la historia.
Escuchándola a ella contarme lo duro que fueron los ocho
meses de quimio, fui cayendo en cuenta del horrible animal peludo y alado que
volaba sobre mí. A ella no le quitaron el seno, y sin embargo, tuvo que pasar
por el largo proceso de quimio. Se le cayó todo el pelo (¡todo!). No había
pensado que si se cae el pelo de la cabeza se cae el pelo del pubis también,
(¿acaso sólo tenemos pelo en la cabeza?) y el de las cejas, y a veces casi todas las
pestañas. Me contó lo endemoniadamente fuerte del tratamiento. Lo mal que se
sintió. Los cambios de carácter, las náuseas, los mareos, los vómitos… De pronto ella se contuvo y acotó “no te quiero
asustar, pero tampoco te voy a mentir”. Y yo, haciéndome la macha, continué
unos minutos la conversa.
Con tanta información nueva en mi cabeza, rondando
alucinadamente entre brincos y saltos de los niños, lo que quería era tirarme
en la grama a llorar. Luego, en la verbena, la chica estaba bailando en la clase abierta de
aeróbics, y esa imagen que podía llenarme de luz -porque finalmente es una chica
viva que pasó por todo, y es ahora una chica feliz y plena bailando frente a mí-, no me reconfortaba en
lo absoluto. En su momento, cuando me enteré
por lo que ella estaba pasando, la miraba con lástima. Recuerdo cuando
llevaba su peluca, y yo intentaba desviar mi mirada y pensaba con pena
“pobrecita la profe de Daniel”. Y ahora tengo que buscar recursos y
herramientas para que esa mirada de los otros posada en mí, -aún solo los otros
más cercanos, lo íntimos a quienes les he contado la noticia- no me queme, ni
me estorbe, ni me desaliente. La mirada de lástima que viene por instinto, la
que se va sola cuando vemos a alguien sin un pie, sin un brazo, sin una parte
del cuerpo, la mirada que se escapa y no tiene vergüenza porque el morbo puede
más y qué pena honda la que siento… es una mirada que desconozco y me perturba,
me asombra y me llena de incomodidad.